Lontana es la casa a la que asocio mis veranos.
Está situada en el sur de España, en un pueblo costero de la provincia de Huelva llamado El Rompido.
La razón por la que un catalán como yo tenga esta conexión es sencilla: mi padre, también barcelonés, fue destinado en los 60 a hacer las milícias en Sevilla, ciudad vecina a la onubense, pero sin el privilegio de la playa; así que, cuando el calor apretaba en agosto, Jordi se desplazaba unos kilometros dirección Portugal en busca de arena y Atlántico.
Un buen dia conoció en la playa a Juana, y de ahí la decucción es fácil.
Mi madre tenía dos hermanos, Silvino y Concha, y, con sus respectivas parejas e hijos, con los años acabamos emplazándonos todos en la casa que da nombre a este trabajo.
Catalanes y andaluces; mezcla de culturas, por encima de todo, divertidísma.
Quedo marcado de por vida por aquellas eternas sobremesas que acababan en dolor de mandíbula de tanto reir con los chistes del Silvi.
Luego el despertar impagable de Juan, la bondad en persona, la entrañable inocencia de Leni y mi partner in crime, Concha, que, al ser como yo, no necesitábamos demasiadas palabras y con estar sentados juntos en la terraza nos bastaba.
Pero después de décadas de felicidad en estado puro, llegó ese verano de 2012, y, por primera vez en mi vida, me vi solo en aquella casa, ahora enorme.
Así que dediqué ese verano a hacer lo único que podía, lidiar con los recuerdos.
Simplemente porque a cada paso que daba me esperaba uno.
Con el tiempo ví que, en realidad, no estaba sólo.
Y que, aunque vacía de gente, mi necesidad de Lontana sigue intacta.
Aquellas paredes están impregnadas a rebosar de mi gente, y necesito, como todos los agostos de mi vida, estar cerca.
Ellos son Lontana.
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