Me encuentro en un espacio inmenso, parece una sala de congresos, lleno de gente de pie con túnicas blancas, charlando animadamente.
No sé qué pinto aquí, así que prefiero seguir apartado por cautela, no sea que llegue el Charles Manson de turno y se complique la cosa.
De pronto sube el volumen y la masa se vuelve flecha hacia la puerta de entrada, donde se convierte en un círculo blanco que crece rápidamente.
Risas y aplausos, parece que ya ha llegado el telepredicador para darnos el discurso.
La secta empieza a moverse, parece que rumbo hacia mí. Ya cerca, empiezo a enfocar al líder.
No me lo puedo creer. Es ridículo.
Resulta ser un antiguo humorista que sale mucho en tv sólo por ser pareja de una conocida presentadora.
De pequeño sus chistes me hacían algo de gracia, pero ahora no se la veo por ningún sitio.
Las exclusivas en la prensa rosa le costearon el bronceado uva que le quemó la piel y el blanco nuclear de sus dientes.
El peinado, obra seguro del mismo ingeniero que hace magia con Trump.
Se me nota demasiado que no le creo, así que, como me temía, se acaba de plantar ante mí para venderme la moto.
Me dice algo, pero habla muy bajo y no le oigo.
Le intento hacer ver con un gesto que no sé qué me ha dicho pero puedo vivir con ello; que siga con lo suyo y me deje tranquilo. Que no cuela.
Pero entonces se acerca más, insistiendo en mi oreja:
- No me abandones.
Lentamente, se separa un poco y me dedica diez segundos de sonrisa.
Cuando está seguro de haberme descolocado y sembrado la duda, acentúa su sonrisa, la congela tres segundos más, se gira y sigue camino.
Y me deja pensando, mirada perdida.
Mientras, todo el séquito pasa uno por uno ante mí, sonriéndome, dejándome algunos ‘Lo ves!?’, algún que otro ‘Bienvenido!’ y varios ‘Hermano!’.